sábado, 25 de julio de 2015

Mamá, ¿dónde estás?

¡Guau!

«¿Mamá? ¿Dónde estás, Mamá?»

No puede ser. Me han vuelto a abandonar. «¿Dónde se ha metido?» Vi salir por la puerta a Hermanito con Mamá y solo ha vuelto él. Al principio no me había preocupado. Seguramente se había ido a dar una vuelta con alguna amiga, no puedo pretender ser yo el único que le dé felicidad dejándome acariciar, pero es que ya han pasado más de dos paseos ¡Y ella no aparece!

¿Se habrá cansado de mí? Seguro que ha encontrado otro perro más bonito. No, no… eso no es posible. ¿Más bonito que yo? Lo más probable es que vuelva más tarde. ¡Ya sé! Voy a darle una sorpresa. Bajaré hasta la puerta de su habitación y esperaré allí hasta que vuelva.





«Koko, a la calle», escucho desde lejos. Pero no es Mamá, es solo Hermanito. Subo corriendo para ir al baño, pero aunque veo que él quiere dar un paseo mucho más largo vuelvo a casa rápido. ¿Estará ya Mamá? En el sofá no está, así que bajo corriendo a buscarla a su habitación. Tampoco…

Se ha hecho de noche y Mamá no ha venido. Se ha cansado de mí… sabía que no tenía que comer tantas salchichas ni ofrecerle tanto mi tripa. Ahora ya no la valora y se ha ido a buscar otra más mullida. ¿Y yo ahora qué puedo hacer? Hermanito está bien pero no es Mamá. Como me gustaría tener una olla de lentejas para desahogarme… El dinero no da la felicidad, pero la comida sí.

Vuelve a ser de día. Lo primero que hago es volver a bajar hasta la puerta de la habitación de Mamá. Tampoco hay nadie. Pero no me rindo. ¿Y si se ha vuelto a cambiar la habitación con Hermanito? Subo los escalones más rápido que nunca y llamo a su puerta. No está totalmente cerrada así que puedo abrirla con el hocico… y dentro solo está Hermanito durmiendo. Salto encima y le lamo la cara. Necesito que se despierte y que me cuente qué está pasando. Abre los ojos mínimamente y yo suelto un gimoteo —pero gimoteo de macho—. Él bosteza y me mira. Creo que no entiende la gravedad de la situación. ¡Hermanito, Mamá no está!



Hermanito se levanta y me acaricia la cabeza. Me dice que vamos a la calle y me pone la correa junto con la otra. Andamos durante mucho rato —hay que aprovechar que todavía no hace calor— y compramos el pan —qué bien huele cuando está recién hecho—. Todavía me acuerdo aquel día, cuando acababa de llegar, que le quité una barra a un hombre que caminaba despistado. «¡O proteges tu comida o morirás de hambre!», pensé. Después Hermanito me dijo que ya no tenía que luchar por comer.

Llegamos a casa y volví a buscarla. Nada. Me acerqué a Siri y la miré por desprecio. «Esto es culpa tuya» le gruñí. «Si no hubieses roto todo lo que has cogido no nos hubiesen dejado solos». «Yo era más feliz sin ti, perra del demonio».

Me acerqué a los conejos y los miré. Ellos sí que eran felices. En sus pequeñas cabezas no cabía información. Solo les preocupaba comer. Qué duro es ser un perro…

Entonces escuché un ruido fuerte y salí corriendo. ¡Hermanito sálvame! Llegué hasta su habitación y salté encima. Mi primer intento no lo calculé correctamente y me golpeé contra su rodilla, cayendo inevitablemente hacia atrás. Cuando se me pasó el desconcierto por el golpe volví a saltar y le abracé. «Hermanito, acostúmbrate, ahora somos solos tu y yo». Él ni siquiera estaba triste. Parecía que disfrutaba sin Mamá… Su alma era peor que la de una salchicha de verduras.



El día siguiente amaneció y Mamá tampoco dio señales de vida. Ya llevaba tres días desaparecida. Sabía que no iba a volver. Por ello me acerqué a Hermanito y me tumbé con él. Ahora era él quien me sacaba siempre, quien me daba todos los días de comer y el que me daba la pastilla de la vida. Éramos un equipo de dos. Si solo me quedaba uno no iba a querer compartirlo con nadie, por lo que ya empecé a maquinar como deshacerme de Siri. Molestaba.

Cuando ese día se hizo de noche alguien entró por la puerta. ¡ERA MAMÁ! ¡MAMÁAAAAAAAA! Dejé de mirar a Hermanito y me fui corriendo a por ella.

¡MAMÁAAAA!


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